"EL QUITRIN O VOLANTA: NUESTRO PRIMER MEDIO DE TRANSPORTE"

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Dedicamos esta página al más importante de nuestros medios de transporte allá por la época de la formación de la nacionalidad cubana: el quitrín o volanta. Lo veremos primero en los tiempos coloniales, a partir de diversos grabados aparecidos en las publicaciones de la época, los cuales, parra ser evaluados en toda su dimensión, necesitan de una corta reseña histórica:


El quitrín en sus primeros tiempos

En la etapa colonial, cuando en Cuba no se pensaba aún en carreteras y sólo se conocían los llamados caminos reales, que se volvían intransitables en las temporadas de lluvias, y las ciudades y pueblos contaban apenas con estrechas calles más o menos empedradas, un vehículo se hizo dueño y señor de aquellas rudimentarias vías de comunicación: el quitrín o volanta, carruaje indispensable para las familias adineradas de la época, dotado de enormes ruedas para darle mayor impulso e impedir que pudiera volcarse; largas y fuertes barras de madera de majagua; y la caja, donde iban los pasajeros, montada sobre tiras de cuero que le daban un movimiento lateral, suave y cómodo, cubierta con una capota de fuelle, que se subía o bajaba a voluntad, para contrarrestar los rayos del ardiente sol tropical.

Este carruaje, que constituyó un verdadero mueble de lujo, señal de ostentación y de riqueza de las familias de posición y orgullo de los hacendados poseedores de títulos nobiliarios, que recargaban sus arreos con adornos de oro y plata, era tirado por un caballo criollo sobre el que iba montado un negro esclavo: el calesero.


Los esclavos

La esclavitud fue el baldón más odioso e inexcusable que llevaron sobre sí los colonialistas hispánicos en la Isla. Tuvo su principal desarrollo al producirse la hegemonía cubana en la industria azucarera a partir de los finales del siglo XVIII, dada la necesidad de incrementar la mano de obra en las extensas plantaciones al intensificarse su cultivo.

El trato salvaje que recibía el negro en su condición de esclavo se veía suavizado en La Habana y otras villas importantes de la Isla, comparado con los métodos de trabajo extenuante de los enviados a las plantaciones, trayendo esto la formación de dos clases de esclavos: los rurales y los urbanos.

Los esclavos rurales en los ingenios, viviendo en dotaciones, reprimidos con dureza y  vestidos más pobremente que sus hermanos capitalinos, realizaban todas las labores agrícolas en las plantaciones: el corte y tiro de la caña, la elaboración del azúcar y finalmente el traslado de la producción a los puertos y subpuertos de embarque.

Los esclavos urbanos se dedicaban fundamentalmente a cocinar, hacer las compras en la plaza, lavar los carruajes, limpiar y dar sebo a la correa de las monturas, bañar los caballos, hacer brillar los pisos y arreglar toda la casa. Otros se encargaban de servir la mesa, lavar y planchar toda la ropa y preparar el café. Estas obligaciones, comparadas con las de los esclavos ocupados en las plantaciones, resultaban fáciles y hasta a veces lucrativas para los que sabían ser hábiles en su trato con el amo, ya que en este caso no se interponía entre el dueño y el esclavo la figura del mayoral del ingenio.

Al ir surgiendo al unísono del desarrollo azucarero opulentas familias, monopolizadoras de los recursos naturales de la Isla y feudatarias de la corona española, estas comenzaron a copiar los patrones de moda foráneos. Ya había sido común entre las minorías dirigentes del continente europeo, y entre la nobleza propietaria en las colonias españolas, uniformar con un sentido individual y discriminatorio al personal que le servía.

En la capital, en las grandes casas de estos oligarcas, en sus haciendas y cafetales, construidos principalmente por seguir la costumbre de los franceses, se renovaba el mobiliario, se creaban salones para la música, se les adicionaba una buena biblioteca, importándose todos los elementos ornamentales y funcionales interiores y exteriores directamente de París o de los Estados Unidos, se marcaban las vajillas, cubiertos y otros utensilios con decorativos escudos nobiliarios, que por sí solos denunciaban la propiedad y categoría del dueño y, como es lógico, se compraban los mejores quitrines y volantas para los paseos familiares.

Otra de las tendencias europeizantes, traducidas al gusto criollo de los hacendados ricos, fue la de decorar las casacas de la servidumbre con galones heráldicos y finos botones plateados o dorados, vestimentas que eran usadas en actividades importantes, como grandes fiestas, bautizos o entierros, en los que las familias habaneras acostumbraban a prestarse mutuamente los esclavos para hacer una mayor ostentación de sus riquezas.


El calesero

Dentro del personal esclavo urbano, y como privilegiado dentro de su clase por la especialización de sus funciones, surgió la figura del calesero, cuya práctica en el manejo del quitrín por las estrechas calles de entonces requería años de aprendizaje, y que fue el más destacado en el uso de estos galones, acompañados de una rica botonadura que conjuntamente con el enjaezado de la bestia de tiro, era motivo de orgullo y competencia entre los ricos criollos.

Criado cerca de la familia y teniendo que permanecer íntimamente ligado a ella a causa de su oficio, el calesero era considerado parte valiosísima de las propiedades de su dueño y aunque no estaba exentos de castigos, se le guardaban ciertas consideraciones, ya que no era fácil sustituirlo, por lo que resultaba indispensable para su amo, que procuraba, a toda costa, conservarlo al servicio de las damas de la familia. El calesero sabía ser discreto y guardaba los secretos de su dueño, era mensajero en asuntos amorosos y a veces hasta había sido compañero  de juegos de los niños de la casa.

Dentro de su clase social, el calesero era un “aristócrata”. Sabía chiflar como un virtuoso y era muy hábil en el zapateo criollo; bien vestido siempre, era el tenorio afortunado de las negritas criadas de la casa o de la costurera, que en prueba de amor le bordaba el vistoso pañuelo de seda que llevaba siempre anudado al cuello o en la cintura. Solía lucir también sortijas con piedras de colores en los dedos de las manos, o en la oreja izquierda, como señal de sus conquistas, una argolla de oro en forma de media luna, de la que colgada un corazón sujeto por una cadenita. Cuando el calesero, entrado en años, no podía ya conducir el coche, sus amos le daban la jubilación.

Los caleseros expertos se aprovechaban con ganas de cualquier ocasión que se les presentara para hacer alarde de su habilidad y destreza, no sólo en el manejo de los caballos y en el girar violento y caprichoso de los quitrines, sino en el cuidado con que los metían por las angostas calles y los sacaban sin un choque ni el más mínimo roce siquiera de unas ruedas con otras. Aun las más tímidas señoritas, entusiasmadas por el torbellino de las carreras y giros, y arrebatadas en sus asientos con la acción y a veces con la palabra de los  propios caleseros, los animaban a competir unos con otros sin medir el peligro, contribuyendo así a la grandeza del espectáculo.

La indumentaria del calesero consistía en librea o chaqueta de paño rojo con bocamangas y cuello a la marinera, donde se colocaba el galón con los escudos de la familia; chaleco de piqué que permitía ver la camisa de hilo con botones dorados; corbata negra; pantalón de dril blanco; botas altas en forma de campana, con adornos de plata y espuelas del mismo metal; zapatos de becerro negro con hebillas plateadas o doradas; y el sombrero alto rematado con una escarapela y, en ocasiones, también galoneado. Por último, para los días lluviosos, un doble chaquetón de barragán.

Los botones, cuando se trataba de algún potentado, eran de plata y repetían el motivo heráldico de los escudos, troquelados y del tamaño correspondiente al lugar de colocación en la chaqueta. Otras veces se bordaban los escudos en la parte frontal y eran utilizados entonces galones de oro o plata para filetear la misma.


Galones y botonaduras

Cuando se utilizaban solamente en la ornamentación los galones con escudos nobiliarios, éstos eran tejidos mecánicamente y se encargaban a fábricas textiles ya reconocidas en este trabajo principalmente en España y Francia.

Se enviaba de La Habana el diseño de los escudos representativos de los apellidos con los colores heráldicos correspondientes, los cuales eran devueltos después de manufacturarse en rollos, que servían para ser cortados de acuerdo con la longitud de la prenda de vestir en que iban a ser usados. Igual procedimiento se seguía con la botonadura, con la diferencia que se hacían los pedidos por docenas, determinándose si se doraban o plateaban.

Esta decoración se realizaba indistintamente con  uno, dos, tres y cuatro escudos, repetidos sin interrupción y rematados en la mayoría de los casos con yelmos o coronas, según fuera la categoría social o el gusto del personaje dentro de la esfera aristocrática de la época.

La decoración de chaquetas solamente con galones de oro o plata, o de ambos colores combinados, sin atributos heráldicos, era utilizada por caleseros pertenecientes a comerciantes sin suficiente relieve social en el sistema colonial imperante, o en el caso de los caleseros dedicados por sus dueños al alquiler. Esta clase, supeditada a la sacarocracia criolla, también utilizaba galones decorativos con motivos geométricos o vegetales estilizados.

Los botones de los caleseros de la naciente burguesía se encargaban en tres tamaños diferentes y eran impresos con iniciales, algunos resueltos de una manera simple y otros con los motivos caligráficos entrelazados complicadamente. Por su parte, los caleseros ocupados en el alquiler usaban la botonadura muy pulida, lisa, sin motivo ornamental, aunque también plateada o dorada.


Los precios

Un juego completo de quitrín y calesero, por término medio, al sumarse los distintos elementos que lo componían, valía:

Un negro o mulato calesero, joven, sano y sin tachas           $ 1,200

Derechos, alcabala y escrituras                                                    200

El quitrín (40 onzas oro)                                                               680

Arreos de plata                                                                             800

Botas, librea, espuelas, sombrero, etc.                                         250

Dos caballos                                                                            ___250

      Total                                                                                  $ 3,500

Si un comprador de los llamados “nuevos ricos”, apenas incorporado a la aristocracia de aquel tiempo, ordenaba uno de estos carruajes sin antes averiguar su precio, tendría después motivos para arrepentirse. Pero cuando veía el vehículo tirado por dos buenos caballos criollos, el calesero enfundado en una sorprendente librea roja, cubierto de galones de oro, con altas botas que le llegaban hasta la cintura, y las bestias con arneses que reflejaban el sol en un centenar de hebillas plateadas o doradas, con campanillas y borlas, la hermosura de todo aquello le hacía comprender que aunque le resultara caro, había que pagarlo, pues ser poseedor de uno de esos coches, por sí solo, lo hacía elevar de modo considerable su condición social. Nada, que se senita algo asi como quien adquiere un Rolls-Royce en estos tiempos de ahora.


Los paseos y fiestas

Aparte de los quitrines o volantas de alquiler, sólo las familias ricas poseían uno particular, con su correspondiente calesero, que les servía para que las jóvenes visitasen a sus amigas o fuesen a la iglesia, o para llevar al señor a sus negocios o al “señorito” a sus conquistas, pero sobre todo para asistir a las fiestas o al paseo.

El nuevo Prado, construido por iniciativa de don Luis de las Casas, que luego recibió el nombre de Paseo de Carlos III, de convirtió en el paseo de moda, al que acudía los domingo, hasta las cinco o seis de la tarde, la población criolla y española de la capital; esta última, compuesta por dependientes y mozos del comercio, caminaba por las dos calles laterales del paseo, mientras los comerciantes adinerados lo hacían en quitrines, el obispo y el Capitán General en sus coches. La juventud cubana, para no confundirse con las filas de los peninsulares, lo hacía en quitrín o volanta o a caballo, y las mujeres, invariablemente, en quitrín, dando vueltas y vueltas a lo largo del paseo, saludando elegantemente, con la mano o el abanico, a sus amigos o conocidos.

A las fiestas, bailes o funciones de teatro concurrían las familias mas distinguidas de la sociedad cubana de la época, montadas en lujosos quitrines. Los caleseros, mientras esperaban a sus amos, cantaban, tocaban y bailaban al son del tiple, o golpeando las losas de la calle con los puños de sus látigos, batiendo las palmas o haciendo sonar las espuelas sobre el duro pavimento.

Al terminarse la fiesta o la función, se suspendían los cantos y bailes, y era curioso escuchar, a medida que salían los concurrentes, los apellidos de las familias, repetidos por los caleseros de boca en boca para que llegasen a oídos del calesero de la casa. ¡Montalvo!, ¡Fernandina!, ¡Herrera!, ¡Chacón!, gritaban los caleseros, hasta que llegaba el quitrín solicitado a la puerta de la casa o teatro, subían a él sus dueños, y arrancaba veloz y sabiamente manejado por el negro calesero.


En los tiempos republicanos

Hasta aquí la historia de este medio de transporte en la etapa colonial. Posteriormente con el advenimiento de la república a inicios del siglo pasado, aunque su categoría y prestancia disminuyó, se hizo más popular y accesible a las capas medias de la población por lo que se convirtió en medio fundamental de transporte sobre todo en las zonas campesinas. Podríamos decir que se trasladó de la ciudad (donde cada día era menos necesario debido a los avances de los medios de transporte) hacia el campo, dejando atrás al costoso calesero con sus lujos y atavíos, haciéndose menos complejo y con ello más rápido en su desplazamiento. Tal vez por ello se le quedó el nombre de volanta, termino con el cual aparece descrito en la mayoría de las tarjetas postales que se le dedicaron en dicha etapa. Un buen número de ellas se encuentran incluidas en la segunda parte de la galería de esta página. Esperando que resulte de su agrado le invitamos a recorrerla.